Quizás ninguna otra vez como en este caso el cine nacional conectó con su época de manera tan clara como La historia oficial lo hizo con la recuperación democrática y el develamiento de los horrores de la represión.
A través de su personaje central, Alicia (Norma Aleandro), una profesora de historia de colegio secundario que descubre con espanto que su hija adoptada es hija de desaparecidos y fue apropiada ilegalmente, la sociedad argentina de los ochenta encuentra una representación que la exculpabiliza y la convierte en testigo más que en protagonista.
Estéticamente, la película pertenece a un ciclo del cine argentino que comienza a terminar a mediados de la década del noventa, momento en que se produce una gran renovación. Una década después de que la película ganara el Oscar, irrumpió una nueva generación. La retórica recargada y la necesidad de expresar verbalmente a través de los personajes las ideas políticas de los realizadores fueron reemplazados por un cine menos costumbrista y más realista, que ponía más el acento en las escenas de transición (en algunos casos ocupando toda la extensión de la película) que en los momentos «importantes», de gran intensidad actoral.

Algunos cambios son anecdóticos pero revelan un nuevo sentido común acerca de lo que se puede y no se puede mostrar. Por ejemplo, la escena inicial con la protagonista niña, Analía Castro, desnuda en la bañadera y apenas cubierta por espuma, hoy, en un clima de protección de los menores mucho más marcado que en el pasado, sería inimaginable. De la misma manera, el hermano noble del personaje de Alterio, interpretado por Hugo Arana, es notablemente violento con los niños para nuestros parámetros actuales: ningún personaje con aristas «positivas» podría ser presentado así. En otros temas, como el de la violencia de género y las relaciones abusivas, la película resultó ser pionera.
Las diferencias más significativas sin embargo no pasan por los parámetros de la corrección política sino por la discusión acerca de la década del 70, especialmente los impuestos luego de los años del kirchnerismo. El personaje de Chunchuna Villafañe es Ana, una amiga de Alicia, exiliada, con un marido militante desaparecido, presumiblemente guerrillero.
De alguna manera, Ana es el norte moral de la película: la dirección hacia la cual se tiene que acercar Alicia en su proceso de conocimiento y asunción de la verdad. En una escena, Ana discute con Roberto (Héctor Alterio), el marido de Alicia, un empresario con contactos con la Dictadura. En la discusión sobre el marido de Ana, ella le dice: «son dos caras de la misma moneda, por eso se odiaban tanto», quizás la formulación de la teoría de los dos demonios más clara que se haya expresado públicamente.

Lo interesante no es pensar si La historia oficial tenía razón en esta afirmación en particular. La cuestión polémica no es si Firmenich tenía ribetes comparables con los de Suárez Mason, una comparación como cualquier otra de la cual se puede sacar la conclusión que se quiera. El problema es que el universo de cosas que se pueden decir en una película que refiere a los años violentos en la Argentina se ha angostado enormemente. A una teoría mal formulada y criticable como la de los dos demonios se la ha convertido en una suerte de negacionismo. Cualquier crítica al accionar de los grupos guerrilleros se reinterpreta arbitrariamente como un aval a la represión ilegal.
Hoy en día sería muy difícil pensar una película en la cual la protagonista fuera una apropiadora, en la que el representante de la Dictadura sea un burgués agobiado al que el mundo se le viene abajo y en el que el eje moral del relato indique que su marido guerrillero y el militar represor eran prácticamente iguales. Esa película existió, se la muestra orgullosamente como la ganadora de un Oscar y se llama La historia oficial.